La prodigiosa imagen mexicana
Autora: Lyara Apostólico
Che, ¡México es el tropicalismo nietzscheano!
UN PERSONAJE DE CARLOS FUENTES EN LA REGIÓN MÁS TRANSPARENTE.
El tropicalismo proviene, casi naturalmente, de una condición geográfica, pero ¿qué hay de nietzscheano en México? Nietzsche fue un amante de la expresión paradójica y la hacía muy bien a través del empleo de las palabras bien y mal: “en su libro Más allá del bien y del mal intenta realmente cambiar la opinión del lector sobre lo que es bueno y malo, pero se dedica, salvo algunos momentos, a elogiar lo que es ‘malo’ y a desdeñar lo que es ‘bueno’” (Russell: 1947). En México encontramos el verbo “chingar”, ejemplo supremo de esa indeterminación que, al fin, tiende siempre a lo negativo. Esta palabra, que se presenta como patrimonio mexicano, se metamorfosea en una infinidad de significaciones que varían de acuerdo con el contexto y la entonación; pero como nos dice Octavio Paz, “la pluralidad de significaciones no impide que la idea de agresión […] se presente siempre como significado último” (1996).
La palabra chingar es el gran ícono nietzscheano en México, no sólo por la disolución de fronteras que promueve entre los significados sino también por cargar, en su interior, la idea misma de violencia. “Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o ser chingado.”
Quiere decir, de humillar, castigar y ofender. O el inverso” (Paz: 1996). O sea que el mexicano aspira a ser como el hombre noble de Nietzsche, aquel “capaz de crueldad y, en ocasiones, de lo que vulgarmente se considera como crimen. […] El hombre noble es, esencialmente, la encarnación de la voluntad de poder” (Russell: 1947). “Chingar es ejercer violencia sobre el otro” (Paz) y la violencia fue el denominador común entre las culturas mexica y española, engendrando una sociedad forjada por la fuerza bruta aunque a veces revestida de nobleza.
Esto nos lleva adelante en la teoría de Nietzsche: la justificación de las aristocracias conquistadoras. Para Nietzsche estas aristocracias son biológicamente superiores y para Paz “esta concepción de la vida social […] genera fatalmente la división de la sociedad en fuertes y débiles” y tiene como consecuencia el “servilismo ante los poderosos”.
Las concordancias entre el pensamiento de Nietzsche y la identidad mexicana no paran aquí; ambos admiran la fuerza de voluntad. Nietzsche dice: “Pruebo el poder de una voluntad por la cantidad de resistencia que puede ofrecer, la cantidad de dolor y de mortificación que puede soportar, y por la forma de saber volverlo en beneficio propio”. Los mitos mexicanos están llenos de héroes sufridores: “Quetzalcóatl, el dios del autosacrificio (crea el mundo, según el mito, lanzándose a la hoguera en Teotihuacan)” (Paz); Cuauhtémoc, el emperador azteca que aguantó el insoportable dolor de sus pies en el fuego, los niños héroes arrojándose al vacío o la llorona, madre sufridora. A estos mitos se añade fácilmente la imagen del Cristo redentor, clavado en la cruz y cubierto de heridas en todas partes. “Los grandes hombres sufren con grandeza, y los grandes sufrimientos no deben ser lamentados, porque son nobles” (Russell, p. 401).
Finalmente tenemos el desprecio de Nietzsche por las mujeres, reflejado en el antológico machismo mexicano, que se materializa en las palabras cuando se usan calificativos casi siempre positivos para las palabras relacionadas con el padre y negativos cuando se refieren a la madre. Solamente en los días recientes, y a duras penas, la mujer mexicana empieza a salir del segundo o tercer plano.
Por más sugerente que sea este análisis, basado en dos teóricos de la mexicanidad, explica sólo en parte la complejidad del ser mexicano y deja todavía una fina niebla sobre esta condición fugitiva e inefable que es responsable de la gran fascinación y seducción ejercida por México. Sí, existe una identidad mexicana, de la misma manera que existe para Heráclito la unidad, “compuesta de una combinación de elementos opuestos”.
La religiosidad es, sin duda, uno de los principales elementos de la identidad mexicana. Si hablamos de la concepción violenta de México, la religión fue a la vez la justificación de esa violencia y el antídoto contra ella. Los símbolos de la mexicanidad tienen su origen en la religión y los propios héroes históricos son revestidos de una fuerte carga de religiosidad: “Las muertes más grandes obtienen partes mayores. (Los que sufren estas muertes se convierten en dioses)” (Heráclito citado por Russell: 68). La virgen de Guadalupe ocupa un lugar destacado dentro de esta religiosidad y su historia es de veras interesante. Nos cuenta Gruzinski que el culto a la virgen fue introducido en México en dos tentativas: la primera fracasada en 1556 y la segunda, más exitosa, en 1648. Reza la leyenda que la virgen se apareció ante el indio Juan Diego en el cerro del Tepeyac y le mandó decir al obispo Zumárraga que construyera un templo en el lugar de la aparición. Sin creerle, el obispo pidió pruebas y entonces el indio le trajo un manto con la imagen morena de la virgen de Guadalupe.
La introducción del culto a la virgen tal vez tenga, en principio, una motivación política, como nos dice Francisco Piñón: “el signo Guadalupe le trae a México una dimensión universalista, de continuidad de una doctrina mariana que es común a España, Italia y Latinoamérica, y que ofrece (o puede ofrecer) una justificación precisamente a la continuidad política y evitar, por lo tanto, rupturas y revoluciones”. Sin embargo, sabemos que la misma imagen de la virgen sirvió de bandera a los revolucionarios de la independencia.
Esta es precisamente la fuente de donde salen las aguas que deseo analizar en este artículo, ya que estas aguas continúan su silencioso camino hasta los días de hoy. Me gustaría llamar la atención sobre dos aspectos que saltan a la vista en la historia de la virgen de Guadalupe, pues creo que son semillas dentro de las cuales se gestaban algunas de las principales características que vemos, todavía hoy, en las imágenes mexicanas.
La primera está en el carácter religioso de la imagen; la segunda, en la capacidad de convertir un elemento impuesto en algo que sirve a los propios designios. Detengámonos, pues, en estos dos principios.
Gruzinski afirma que en la Nueva España había una omnipresencia de la imagen que “se debió a la temprana instalación de políticas de cristianización basadas en el uso de imágenes”. O sea que casi todas las imágenes de esta época estaban de alguna manera comprometidas con la religiosidad, pues “a diferencia de lo que ocurrió en la península ibérica, parece que en la sociedad novohispana circularon pocas imágenes profanas, reflejo de la vida cotidiana, del mundo campesino o picaresco, o de la mitología grecorromana”(Gruzinski, p. 18). La imagen mexicana parecía, y parece todavía hoy, exhalar un aura de sacrosantidad, incluso cuando se trata de imágenes laicas. La relación con la imagen no comporta ningún tipo de idealismo; no remite a un mundo de ideas, sino que es el único mundo posible.
La imagen no representa algo, simplemente es. Este aquí y ahora de la imagen mexicana se manifiesta en cada una de las representaciones de la virgen esparcidas por todo el país; no se reverencia la idea de la virgen, sino su presencia en sí. Gruzinski considera este fenómeno como una reverberación del período barroco en nuestros días y defiende la tesis de que buena parte de los rasgos de la cultura contemporánea, no sólo en México sino en todo el planeta, fueron anticipados, de alguna manera, en el período barroco y prebarroco de la Nueva España.
El segundo punto es la aptitud para apoderarse de los elementos impuestos y transformarlos, que surge también de una cierta incapacidad para la mimesis. Cuando los indios reproducían una imagen de la metrópoli lo hacían fuera de su contexto y la pérdida de las referencias vaciaba esa imagen de sus significados originales, lo que les permitía llenarla de nuevos sentidos y ensamblar los elementos impuestos con los suyos propios.
Creo que estas particularidades son responsables del papel de vanguardia que México ejerce, en mi opinión, en el mundo contemporáneo; su cordón umbilical no solamente se encuentra atado a su pasado histórico, también a ciertas características propias de la lengua náhuatl. Me gustaría aquí tratar de apuntar más detalladamente cómo y por qué las cosas me parecen así.
La escritura náhuatl era una especie de pintura literaria basada en pictogramas, ideogramas y signos fonéticos también llamados glifos. Hay un tipo especial de glifo sobre el que me interesa llamar la atención. Los glifos son aquellos “dibujos compuestos cuyos elementos representan sílabas y juntos forman una palabra”
(Galarza: 2000), como podemos ver en el ideograma que aparece en esta página.
En este glifo la parte de abajo representa el trasero masculino, tzintli, de donde sacamos la última sílaba para quedarnos con la palabra tzin, que significa pequeño; la parte de arriba representa un árbol llamado huexotl y el conjunto representa, por tanto, huexotzin o “pequeño árbol de huexotl”. Este tipo de representación, visto dentro de la isotopía de la narrativa nahua, en los códices, no presenta ninguna especie de ruptura, sino que se establece como patrón. Sin embargo, a partir de la llegada de los europeos y el encuentro con otras formas distintas de representación, los glifos compuestos adquieren valor retórico. Esto ocurre porque hay una transformación en la estructura isotópica de los enunciados producidos a partir de entonces, como vemos en los códices que muestro.
En ambas imágenes vemos yuxtapuestas dos formas diferentes de representación y de lectura. En la primera la organización del espacio es occidental, pero las figuras siguen representadas de perfil a la manera nahua; en la segunda la disposición es todavía la típica de los códices, pero la representación de las figuras es europea. Una vez rota la superficie isotópica de los enunciados nahuas, el glifo compuesto que vimos antes puede dejar de significar “árbol pequeño” para significar “árbol sentado”, “árbol que puede caminar” u “hombre incapaz de pensar ya que tiene hojas y ramas en lugar de cabeza”.
La escritura náhuatl, en este nuevo contexto y desde el punto de vista de la retórica del tipo, configura lo que el Grupo μ denomina figura por incoordinación.
El glifo del “árbol pequeño” presentaría un proceso de supresión-adjunción de coordinación que da como resultado una figura no reversible-no jerarquizada (Grupo μ). Dicha figura consiste en la unión de dos o más elementos que no pertenecen a la misma clase de tipos. El ejemplo dado por el Grupo μ es el centauro, en el que encontramos el tipo hombre y el tipo caballo. En este ejemplo los determinantes están tomados del mismo paradigma, el animal, pero no ocurre lo mismo necesariamente en la escritura náhuatl; en particular en el glifo del árbol pequeño, en el que un tipo proviene del paradigma animal y el otro del vegetal.
Esta peculiaridad de la lengua náhuatl prestaría sus mejores servicios a partir del siglo XVI con la constitución de la “sociedad fractal” de la Nueva España, descrita por Gruzinski como un producto de la “diversidad de componentes étnicos, religiosos y culturales” que resultaba en “una aptitud para combinar fragmentos dispersos y opuestos”.
Un ejemplo de esta aptitud son los ingeniosos mecanismos de adaptación a que fueron sometidas las palabras introducidas por los conquistadores: la palabra “amén” se formaba poniendo juntos el signo del agua (atl) y del maguey (metl); el nombre Miguel agregando alas al signo del cadáver (miquetl); el pater noster por la junción del signo de la bandera (pantli) y de la tuna (nochtli). Esta adaptación se logró a tal punto que, según dijo en 1555 el dominico Bartolomé de las Casas, buena parte de la doctrina cristiana podía ser leída por los indios a través de sus figuras e imágenes, de la misma manera en que él la leía “por nuestra letra en una carta” (citado por Gruzinski: 1991).
Este proceso instaura una práctica cultural que es, a mi ver, la gran contribución de México para el mundo.
Para leer una de estas palabras híbridas es necesario, por lo menos, el conocimiento de dos realidades distintas. El distanciamiento y la pérdida inexorable de las referencias nahuas inaugura, por su parte, un segundo fenómeno también muy peculiar de México: el amor a lo insólito. Si ya no podemos leer en náhuatl, sólo nos quedan extrañas figuras, mezclas de todo, que representan más bien el mundo del sueño que el de la vigilia.
Ya no tenemos Miguel, sino simplemente un cadáver alado que invierte la doctrina católica y deja su alma en la tierra mientras el cuerpo sube al cielo.
Si tomamos prestados algunos de los embalajes que se utilizan en el mundo para acomodar las complejidades a nuestro entendimiento, diríamos que México es “barroco-surrealista-posmoderno”, pues las características atribuidas a estos movimientos pueden ser encontradas, en su nivel más puro, en las manifestaciones culturales de este país. Si utilizamos estos embalajes para encasillar fenómenos supratemporales, entonces la polisemia, lo no racional y la sobredeterminación nos aparecen como denominadores comunes a todos ellos. La polisemia podría ser definida como un fenómeno según el cual un significante remite a diversos significados diferentes, como vimos, por ejemplo, en la adaptación náhuatl del español. Lo no racional implica una valoración de lo maravilloso y de lo onírico en oposición a la postura científica racional. La sobredeterminación, por su parte, se refiere a la participación de dos o más paradigmas distintos en la elaboración de los mensajes.
Para Heinrich Wölfflin, el pasaje del ideal clásico al barroco se da:
“de lo lineal a lo pictórico, de la visión de superficie a la visión de profundidad,
de la forma cerrada a la forma abierta, de la multiplicidad a la unidad,
de la claridad absoluta de los objetos a la claridad relativa”.
“Pictórico incluye ‘pintoresco’ y colorido”, nos dice Bosi (1997); la visión de profundidad establece una lectura en capas; abierto “denota perspectivas múltiples del observador” (Bosi); unidad condensa diversos sentidos en un elemento formal y “claridad relativa sugiere la posibilidad de formas de expresión esfumadas, ambiguas, no-finitas”.
Estos indicios aparecen claramente en esta imagen de Octavio Ocampo, artista cuyas obras pueden ser encontradas en reproducciones por todo México.
Tenemos en esta imagen el mismo proceso de figura por supresión-adjunción que vimos en los glifos nahuas. Pero en este caso se trata de figuras jerarquizadas no reversibles, para las cuales el Grupo μ da el ejemplo de Giuseppe Arcimboldo, en cuya obra una nariz puede ser sustituida por una calabaza debido a las propiedades comunes a ambos. Sobre estas figuras nos dice el Grupo μ:
La coordinación así producida tiene numerosas repercusiones.
Primeramente conduce a la identificación de
la alegoría, pero también produce inevitablemente
inferencias semánticas que provienen de nuestra competencia
enciclopédica: estamos hechos de lo que
comemos, terminamos por parecernos a los objetos o
a los seres que frecuentamos, identificación que puede
volverse ridícula y dar lugar a la sátira.
En Arcimboldo tenemos un proceso en dos niveles, donde muchas imágenes de libros componen la figura de un bibliotecario, muchas imágenes de plantas construyen el rostro de un jardinero, etcétera. En la imagen de Ocampo la complejidad de la composición nos lleva a identificar hasta cuatro niveles: las verduras y los frutos de la tierra forman al campesino, quien a su vez se incorpora a un ambiente donde se construye el rostro de la virgen de Guadalupe, cuya indumentaria suma sus colores al entorno para sugerir a su vez la bandera de los Estados Unidos. El mexicano, hecho de maíz, frijoles y cebollas, se arrodilla humildemente delante de su adorada virgen de Guadalupe. Sin embargo hay algo más, una bandera extranjera que cambia el sentido del hombre arrodillado y lo contamina con una dosis de opresión. Pero, como vimos, también la virgen fue introducida desde afuera. El mexicano por tanto, interpretando este trabajo de Ocampo, está sobredeterminado no sólo por los elementos nativos (los productos de la tierra), sino también por la conquista española en su momento y hoy por la relación con los Estados Unidos. Como nos dice Erico Verissimo: “A veces pienso que el gringo es tan necesario para la mitología mexicana como el diablo a la mitología cristiana”.
Las figuras jerarquizadas no reversibles, aunque representantes legítimas de los estándares del barroco, establecen puntos de unión con el movimiento surrealista; esa fue una técnica muy utilizada por Salvador Dalí, para quien estas imágenes de “figuración doble” encarnan el fenómeno paranoico. Sus sentidos pueden ser multiplicados según la capacidad del espectador para establecer asociaciones que “se nos presentan bajo la forma de solicitaciones irracionales, en favor exclusivo de la idea obcecante”.
Del más puro método crítico-paranoico resulta esta interpretación de Ocampo sobre la obra maestra de Leonardo da Vinci. La racionalidad de la perspectiva, los principios de la mimesis y los demás presupuestos compositivos del renacimiento nunca encontrarán en México su ambiente más favorable.
Del claroscuro de Leonardo, Ocampo hace brotar formas familiares y crea una insólita composición en la que vemos un gatito acostado en una silla, en cuyo respaldo está plasmado un rostro formado por un conjunto de ángeles. A los pies de la silla juegan dos conejos y en el paisaje del fondo hay monstruos que surgen de los peñascos. Esta obra de Ocampo me parece la más vehemente manifestación de esta capacidad mexicana de vaciar lo impuesto de sus sentidos originales y llenarlo con las configuraciones del deseo.
A la mezcla de signos religiosos y patrióticos del pasado y del presente, ejercida en diferentes movimientos artísticos, se añade un dramatismo kitsch que se reproduce en millones de copias plastificadas, colgadas en salas de estar, que insertan la obra de Ocampo en el paisaje posmoderno. Así quedan lo barroco, lo surrealista y lo posmoderno en la misma familia, y es dentro de esta dinastía que se encuentra, no sólo México, sino toda la América ibérica.
Las características que hemos visto hasta ahora se presentan, en distintos grados y combinaciones, en imágenes mexicanas del arte popular, del pop y del arte llamado culto. En el bordado tradicional, la despreocupación por observar racionalmente la naturaleza y el desprecio por la mimesis crean figuras fantásticas y coloridas.
Aquí, como en la escritura nahua, el significado del todo es compuesto de partes también significantes.
La división por colores rompe la idea de que un animal está compuesto de torso, patas, cola, pescuezo y cabeza. Estos animales obedecen a una anatomía comprometida con mecanismos irracionales y del sueño. Lo mismo ocurre con los alebrijes, animales fantásticos formados por la combinación de partes de diversos seres, reales o imaginarios, que componen una fauna tan vasta, variada y colorida que su clasificación le costaría a Plinio más de una vida.
El alebrije es una tradición mexicana nacida en pleno siglo xx, pero sus raíces llegan mucho más atrás. Cuentan las historias que nacieron en Oaxaca, donde un tal Pedro Linares se soñó en un bosque repleto de seres coloridos que gritaban “alebrije”. El origen de estas criaturas importa menos que la enorme diseminación que, como fuego en pólvora, alcanzaron en toda la República mexicana.
El terreno era fértil y el viento favorable; el alebrije refleja a México con el mismo poder de espejo que Borges atribuye al dragón: “ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del universo, pero algo hay en su imagen que concuerda con la imaginación de los hombres […]. Es, por decirlo así, un monstruo necesario […]”.
El alebrije, como el centauro y la escritura náhuatl, también es una figura no reversible no jerarquizada.
Excesivamente colorido, el alebrije podría ser confundido con un juguete infantil, pero su carácter va más lejos del puppet y, si se le pone a velar el sueño de los pequeños, ciertamente el resultado serán pesadillas.
El alebrije cautiva al mismo tiempo que asusta, es bueno y malo, es ambiguo, atrae y repele como el propio mexicano, según Octavio Paz.
Frida Kahlo desborda mexicanidad. El dolor y el sufrimiento redentor de Nietzsche están plasmados en toda su obra, que bebe en fuentes precolombinas y novohispanas.
En la obra de Frida Kahlo es necesario “captar aspectos de la audiovisualidad de algunas telas, intentar, por consiguiente, no sólo verlas, sino escucharlas, sin que este verbo tenga aquí una acepción metafórica” (Peñuela: 2004). Este escuchar se refiere a ciertos elementos de trasfondo que, de la misma manera que en la escritura náhuatl, participan en la composición de sus mensajes.
Es Peñuela quien apunta, a través de la lectura de los glifos originarios de las culturas precolombinas, la alusión a dos dioses aztecas: Huitzilopochtli y Xochiquetzal; pero la reverberación religiosa que emana de esta imagen se debe también a la iconografía cristiana, pues utiliza el mismo sarcasmo de transformar elementos de adorno y jerarquía (corona y collar) en instrumento del martirio. El vínculo religioso se manifiesta, una vez más, en este otro trabajo de Frida, cuyo grado de dramaticidad presenta grandes similitudes con la narrativa típica de la pintura de los retablos cristianos.
Erico Verissimo, en su libro sobre México, propone la siguiente visión delante del Zócalo de la ciudad de México:
Si un gran terremoto derribase un día esta iglesia y
estos palacios, revolviendo el suelo, posiblemente veríamos
surgir del vientre de la tierra el cadáver de
Tenochtitlan, al que se mezclarían los escombros del
México colonial y los de la metrópoli del siglo xx con
sus rascacielos, cines, night clubs y soda fountains… y
nuestro ojo sería testigo de escenas espantosas, como
por ejemplo la cabeza de un ídolo azteca, Tezcatlipoca
o Quetzalcóatl, coronada con uno de los discos rojos
de Coca-Cola que vemos sacrílegamente pegados en la
faz de estas viejas arcadas.
Sin saberlo, lo que describe de esta “catástrofe hipotética” es precisamente lo que hacen los artistas chicanos.
Uno de los fundamentos del arte chicano de hoy es la apropiación de conceptos y estigmas para transformarlos en expresiones propias. Los elementos de la cultura estadounidense dominante son puestos en choque con formas prehispánicas cuyos sentidos y funciones están olvidados, reproduciendo una vez más el mismo fenómeno que se dio entre la cultura indígena y la europea en la Nueva España. Los artistas chicanos se apropian de los íconos del American way of life y, al cambiarlos de lugar, promueven una profunda crítica de la cultura norteamericana y de la suya propia.
Aceptan los estereotipos para transformarlos en escudos brillantes, que terminan por reflejar a los propios creadores del prejuicio.
No sólo en el arte chicano es posible hallar ejemplos de elementos estadounidenses retomados a favor de los mexicanos; también los hay en las calles de la capital, por ejemplo una peluquería cuyo nombre, Quick Cut, al ser repetido algunas veces, hace sonar el nombre de Quetzalcóatl, fenómeno que Monsiváis define como “el habla que se americaniza para mejor mexicanizarse”.
Conclusión
La civilización occidental es un fenómeno basado en la conjunción de la cultura griega y la romana, bajo la égida del cristianismo y en el contexto europeo. La gran originalidad de la cultura mexicana reside en que, aun estando integrada a la cultura occidental, cuenta con suficientes elementos culturales para oponerse a ella y crear esta amalgama que propone, de hecho, una visión del mundo que no se puede llamar simplemente occidental.
La ruptura de las isotopías de las culturas nacionales, promovida por la globalización, confiere a las formas expresivas nativas un poder revolucionario, pues dota, como vimos, a las formas tradicionales de fuerza retórica y poética. México plantea al mundo un modelo de asimilación y resistencia; una especie de metodología de la amalgama que se ha mostrado particularmente útil en este momento de la historia de la humanidad, en el que las diferencias se encuentran en cada esquina del planeta y los colores regionales se desdibujan bajo la sombra de gigantes corporativos sin rostro.
La relación de México con Estados Unidos nos muestra, sin embargo, que este método de resistencia original y fecundo se sostiene en un frágil equilibrio; la asimilación puede, bajo la fuerza económica, suplantar las barricadas de la resistencia y borrar buena parte del original repertorio de esta cultura helénico-azteca.
Un ejemplo claro de asimilación que resbala cerca de lo ridículo es el papel moneda, no sólo de México,sino de casi todos los países iberoamericanos que, a despecho de la increíble riqueza visual de sus naciones, insisten en modelos copiados y transplantados, algo extremamente simbólico, ya que se trata justamente de objetos directamente vinculados a la actividad económica que es, sin duda, el principal reducto de la Malinche.
Como en todos sus eventos históricos, México transita por los tiempos contemporáneos con la intensidad de una epopeya hiperbólica y la cultura mexicana sigue siendo una cultura de exageraciones, que, como dice Starobinski, es “la marca de la superioridad y define la distancia entre el juzgamiento de los espíritus comunes y la belleza poética que se esconde de ellos. Esta poesía es la buena, la excesiva, la divina… Tiene por efecto suscitar, como un eco, un mismo exceso en aquellos que la escuchan como conviene”.
Escuchemos, pues, a México.
Bibliografía
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